El último “Don”
16 de junio - 2014

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Pbro. Ranulfo Rojas Bretón

El domingo pasado murió Mons. Luis Hernández Pérez, a los casi 84 años de edad – él nació el 19 de agosto de 1930, fiesta de San Luis obispo-. El último de los grandes personajes del inicio de la diócesis de Tlaxcala en su nuevo periodo pues fue ordenado sacerdote el 6 de mayo de 1956 en la catedral de Puebla; tres años después en 1959, el Papa Juan XXIII –hoy  ya canonizado- erigía la Diócesis por la Bula “christianorum gregem” nombrando a Mons. Luis Munive como su primer obispo.

Mons. Luis Hernández apenas con tres años de ordenación sacerdotal comenzó a colaborar en la naciente Diócesis y también comenzó a destacar, fue enviado a estudiar a Roma viviendo en el Colegio Pío Latinoamericano de Roma y a su regreso estuvo ligado a puestos directivos y de formación.

Me parece verlo al llegar al seminario de la “Y” griega cuando yo apenas tenía 11 años y contemplarlo todo un personaje, me parecía altísimo y con una personalidad impactante. En ese tiempo era el rector del seminario de Tlaxcala. Verlo jugar fútbol tan apasionado como era impresionaba a cualquiera y más a un niño tan pequeño como yo –de él se cuenta que siempre quería ganar y luchaba por eso, los partidos terminaban cuando ganaba o mínimo cuando empataba, pero no le gustaba perder-. De cuando en cuando, nos invitaba a varios a jugar ajedrez, siempre nos ganaba y lo hacía con tal rapidez que ni tiempo nos daba de meter las manos. Bueno eso permitió el que luego aprendiera a jugarlo, por lo pronto lo más importante era disfrutar con los demás unas sabrosas galletas y un refresco balseca que nos ofrecía, eso de perder era lo de menos. Para aquellos años era un sacerdote joven de 43 años y ya era de los más importantes en el presbiterio de Tlaxcala.

Maestro de casi la totalidad del clero de Tlaxcala se convirtió en ícono para muchos, pues en las reuniones, en las actividades, era la imagen del respeto, de las ideas sensatas; siempre que hablaba era escuchado porque representaba la experiencia y la ciencia. En cuanto a la relación con los compañeros sacerdotes destacó por su actitud cercana, respetuosa, amable y no dejaba pasar oportunidad para animar la reunión con algún chascarrillo oportuno; logró ganarse la simpatía de todos y sobre todo el respeto.

De las parroquias en las que prestó su servicio como párroco destacan: San Luis en Huamantla y la Basílica de La Misericordia en Apizaco. En ambas siempre fue admirado y reconocido como un sacerdote ligado al estudio, especialmente de las ciencias teológicas pues era frecuente encontrarlo en su escritorio, leyendo libros de teología y preparando sus homilías que terminaban siendo una clase de teología para quienes participaban en sus celebraciones. Al llegar a Huamantla fui constatando como a pesar de que ya habían pasado casi 15 años de que había dejado la parroquia en 1994, todavía se le recordaba con admiración y cómo la gente suspiraba al recordar toda la labor que había hecho y las clases que impartía a los grupos de apostolado para acercarles los documentos que emanaban de la iglesia. Ya en La Misericordia en Apizaco donde fue recibido con orgullo, porque hay que reconocer que la gente se sentía orgullosa de tener un párroco como él, pronto se hizo amigo de mucha gente y su labor comenzó a sentirse en la ciudad rielera.

Don Luis fue condiscípulo de varios obispos como el arzobispo emérito de Puebla Mons. Rosendo Huesca, el obispo emérito de Colima, Mons. Gilberto Balbuena y otros destacados sacerdotes con los que llevaba una relación frecuente y fraterna.

Su personalidad imponía respeto y por su manera de ser se convertía en el centro de las pláticas pues la referencia obligada era escuchar su opinión en relación a diversos temas. Don Luis me dispensó con el favor de su amistad, algo que agradezco porque si bien con todos convivía, no era fácil que se abriera con todos, en ese aspecto era más reservado. Aún tengo fresco el día en que llegaba de párroco a La Misericordia en Apizaco, después de la misa de toma de posesión pasamos a un salón a cenar, ahí estaba Don Jacinto Guerrero, nuestro obispo y en ese momento se le acercó para pedirle que algún sacerdote del seminario pudiera apoyarle en las celebraciones de fin de semana. Don Jacinto le preguntó si pensaba en alguien especialmente y en ese momento le dijo mi nombre. Don Jacinto como siempre muy respetuoso le dijo: “dígale y si él acepta yo con gusto lo autorizo”. Inmediatamente Don Luis –que siempre era aprensivo- llegó hasta a mí para decirme lo que le dijo el obispo le dijo y yo contesté que con gusto aceptaba –en aquel tiempo yo iba regresando de Europa, estaba apenas desempacado y en ese momento comenzamos una bonita amistad pues cada sábado desayunábamos juntos y nos daba la oportunidad de platicar de muchas cosas, pues siempre había tema de diálogo. En esos desayunos conocí más de su personalidad y las razones de su manera de ser; conocí muchas de sus historias como seminarista y especialmente de los años iniciales de su sacerdocio. A partir de ese momento siempre tuvo el detalle de invitarme a sus reuniones y de compartir muchas de sus experiencias. Todo eso me permitió conocer más a Don Luis y me hizo muchas confidencias, me enteré de sus alegrías, de sus sinsabores, de aquellas cosas que más lo marcaron en su vida. Indudablemente siempre aparecía su estancia en el seminario como rector, pero también la experiencia vivida como ecónomo del colegio mexicano en Roma. Ahí conoció a sacerdotes de toda la república que vivían el  colegio para realizar sus estudios y mantuvo la amistad que lo hacía reunirse anualmente en la Convención de exalumnos del mexicano; su presencia era reclamada y extrañada.

Siempre buen anfitrión gozaba de recibir a los amigos sacerdotes y compartir con ellos. Asistía con gusto a las reuniones que teníamos algunos grupos de amigos y ya sabíamos que obligadamente había que tener preparado un buen whisky y de comer preferentemente pescado; disfrutaba de las buenas mesas y comía de manera estable con algunas familias de Apizaco done era bien recibido y muy querido.

“Don Luigi” como algunos le decíamos, “el monse Hernández” o simplemente “Don Luis Hernández”, deja muchas enseñanzas, muchas historias y también algunos mitos, pero sobre todo deja muchos amigos, muchos alumnos, sin duda será muy recordado y su presencia seguirá sintiéndose cerca de nosotros. El Clero de Tlaxcala y el Grupo Atlihuetzia fundado por él y por amigos sacerdotes de Puebla y Tlaxcala mantendrá viva su figura y enseñanzas, descanse en paz y no me queda más que agradecer a Dios el que nos haya regalado a alguien como él y estoy seguro tal y como lo estamos muchos que hubiese sido un buen obispo.